Si te soy sincero, pagaría lo que fuera por tener hoy una foto con mi abuela. No una de esas imágenes casuales de un cumpleaños o una comida familiar donde apenas salimos bien. Hablo de una foto de verdad, una imagen donde estuviéramos los dos, mirándonos, riéndonos, abrazados. Una foto pensada, cuidada, que captara lo que sentíamos el uno por el otro. Pero ya no está. Y no tengo esa foto. Y no sabes cuánto lo lamento.
Con el tiempo, uno aprende que los recuerdos más valiosos no son las cosas materiales, sino las personas. Lo vemos cuando ocurre un desastre natural, un incendio, una inundación… ¿Qué es lo primero que la gente intenta salvar? Las fotos. Porque en ellas están nuestros afectos, nuestros vínculos, nuestras raíces.
Yo hago sesiones de fotos con abuelos y nietos no solo porque son entrañables, sino porque son necesarias. No sabemos cuánto tiempo vamos a tener a nuestros mayores cerca. Ellos tienen historias, arrugas que han vivido más que cualquier libro, manos que han cuidado y sostenido generaciones enteras. Y los niños… ellos crecen, olvidan detalles, pero una imagen puede mantener viva esa conexión para siempre.
Muchos me dicen: “ya lo haremos más adelante”, “ahora no es el momento”, “cuando haya ocasión”. Pero la ocasión perfecta rara vez llega. Y cuando nos damos cuenta, a veces es tarde. Por eso, lo que hago no es solo tomar fotos. Es congelar una emoción, un legado, un amor que muchas veces se da por hecho… hasta que ya no está.
Así que hoy no quiero hablarte como fotógrafo, sino como nieto. Haz esa sesión. Regálate ese recuerdo. No por tener una bonita foto en la sala, sino por algo mucho más profundo: porque esa imagen será un tesoro cuando lo único que quede sea el recuerdo.
Y créeme, no hay nada más valioso que eso.
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